PRIMER PREMIO.
VIII CONCURSO DE CUENTO
POPULAR CAMPURRIANO.
FRESNO DEL RIO – CAMPOO DE
ENMEDIO – CANTABRIA.
Autor: Aurelio García
González – (OILE – RUA).
18 de marzo de 2007.
Matar el ‘chon’ era la especialidad del tío Fanio. Todo el pueblo acudía
a él cuando, allá por San Martín, se hacía necesario ocuparse de este menester
con el fin de abastecer las despensas de cada casa, ahora que el invierno se
echaba encima ‘con el morru foscu’ y las nieves ya en los altos, amenazaban con
descender de nivel en el momento más inesperado.
La carne
curada del ‘chon’ en sus diversas especialidades: tocino, chorizo, morcilla,
jamón, lomo, etc., era la base principal de la subsistencia, cuando la nieve se
acumulaba durante días y nunca se sabía cuándo sería posible salir más ‘alante’
del corral, en busca de otros alimentos.
Y daba mucho
de sí. Tanto que ‘mirando un pocu por ello’, es decir, cenando a menudo unas
patatucas con sebo y una taza de leche recién ordeñá de la ‘Magita’, casi
siempre sobraban unos cuantos chorizucos en aceite p’allá, p’al veranu. A la
hora de ‘echar las diez’ en el prau, en plena faena de la siega, un chorizuco
con pan y unos buenos tragos de la bota, sabían a gloria. Además, haciendo
honor al adagio que reza ‘del cerdo son exquisitos hasta los andares’, no se
desaprovechaba nada. Todo estaba rico y proporcionaba calorías más que
suficientes para enfrentarse cada día al duro invierno.
Por eso la
labor de matar el ‘chon’ nunca se olvidaba, ni se posponía más de lo
estrictamente necesario. Y cuando, por San Martín, empezaban las heladas
fuertes era el momento idóneo para tal menester, pues estaba garantizada la
nevera natural. La única que había entonces para curar la carne.
Cuidado y
alimentado durante gran parte del año con las peladuras de las patatas, bien
cocidas en el calderu del ‘chon’ y acompañadas en el ‘cocinu’ con unos ‘salvaos
y un pocu harinilla, ¡pocu!’, cuando llegaba el veranillo de San Martín, que
para los no versados aclaramos que es alrededor del 11 de noviembre, ya había
‘cogido’ doce ó trece arrobas y estaba en su punto para ser sacrificado.
Y es aquí,
cabalmente, donde arranca la singular historia que hoy pretendemos contar, ‘pa
mayor gloria de Dios Nuestro Señor’ y de las tradiciones de nuestra tierra, por
lo que ruego a mis amables lectores que se armen de paciencia y traten de
seguirme en esta breve incursión en un pasado que en muchos hogares de Campoo
es todavía presente.
El tío Fanio
ya había sido avisado por ‘la su paisana’. El domingo tenía que matar el chon
de casa. –Ya sabes, Fanio, que pronto empezarán a llamarte tós los vecinos pa
que les mates el chon y no quiero que pase como tós los años que el nuestru se
queda siempre p'al última.
Ya estaba ‘tó
preparau pa después de misa’. Una botellota de orujo pa los hambrones, con unas
galletas ‘pa que pase bien’, y otra, no menos grande, pero bien solapada entre
los cacharros del vasar, pa las señoras, que se la iban vaciando, ‘pocu a pocu,
pa no dar que decir’, mientras preparaban el mondongo de las morcillas.
Unos argumizos para requemar la piel del
chon, unos cuchillos especiales para ‘raerla’ y los ‘cachos de teja’ para
rematar la faena, frotando con ellos aquella piel previamente quemada y
remojada con agua. Con todos estos requisitos se pretendía, y se lograba, que
en el momento de abrirlo en canal, el chon pareciera recién salido de la
barbería. Así de limpiu y acicalau quedaba. Todo estaba ya allí esperando la
hora del sacrificio.
Del cuchillu
de matar no había que preocuparse. Lo llevaba siempre, a cada casa, el tío
Fanio. Bien afilau pa no hacer sufrir al ‘probe bichu’ sino lo estrictamente
necesario. En esto era muy meticuloso: -Yo no conozco más cuchillu de matar que
el míu. El chon no tardará en abandonanos ni un segundu más de la cuenta. Te lo
digo yo que ya he ‘matao la parte’ con él.
Sobre ese
particular el tío Fanio era presuntuoso. –Pos a pocu que me apuréis –había
comentado más de una vez en la taberna del pueblo- yo sólu mataría cualquier
chon. Sin ayuda de nadie. A no ser que sea grande como una vaca y, aún así,
habría que ‘velo’. -Sus convecinos no osaban contradecirle. Aunque les parecía
una fantochá no se lo discutían por si acaso. Conocían muy bien sus
habilidades. Y sus fallos. De él podía esperarse cualquier cosa. Y eso fue lo
que sucedió aquél domingo. Cualquier cosa.
A las siete
de la mañana todo el pueblo se fue a la iglesia. Había que cumplir con el
precepto dominical. Todos menos el tío Fanio. Él era, ‘de suyo’, un poco roju y
toas esas cosas de la iglesia ‘como que no le tiraban muchu’. La su parienta ya
lo había dejao por imposible: -¡Te vas a condenar, neciu! Irás al infiernu de
cabeza.
El caso es
que mientras todo el pueblo estaba en misa, como queda dicho, el tío Fanio se
propuso hacer bueno lo que tantas veces había dicho en la taberna: matar el
chon, él sólu, pa dejar boquiabiertos a tós los vecinos cuando lo vieran a la
salida de misa. Y así, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso manos a la
obra. Cuerda en ristre se metió en el cubil y en un periquete trabó al chon de
tal modo que éste se dejó arrastrar hasta la mesa sin resistencia apreciable,
aunque con tan desaforados gruñidos que los que estaban en la iglesia se
miraban unos a otros no menos espantados que interrogantes.
Con ayuda de
otra cuerda que previamente había pasado por la viga en la vertical de la mesa,
alzó el chon hasta ésta, sin grandes esfuerzos al parecer. -Lo pior ya está
hecho -se dijo satisfecho y orondo-. Ahora sólo tengo que amarrar bien esta
cuerda a la balaustrá de la escalera y listo. ¡A pinchale!
Con su
habitual destreza pinchó en el lugar exacto, a pesar de los inevitables
movimientos del chon, que se redoblaron al sentir éste el aguijonazo del acero.
Y aquí empezó lo que para cualquiera que no fuera el tío Fanio hubiera sido una
tragedia y para él sólo fue una anécdota. En una de las innumerables tarascás
del chon la balaustrada cedió.
Y mientras el
tío Fanio removía cachazudamente la sangre para que no se coagulase, el chon se
levantó de la mesa como una exhalación y arrastrando consigo una buena parte de
la balaustrada salió por la puerta abierta del corral como alma que se lleva el
diablo.
Ante los pasmados ojos de los vecinos, que
en ese momento salían de la iglesia, pasó al galope tendido un chon que,
dejando un reguero de sangre, arrastraba una balaustrada carretera abajo. Y
mientras, atónitos, comentaban el suceso, apareció por la puerta ‘del su
corral’ el tío Fanio ¡con la pareja recién ‘uncía’ tirando del carro!
-¡No hace
falta que nadie me diga pa ónde ha tirao el chon! Así que tós a callar, que esi
mu lejos no ha ido. ¡Si lo sabré yo! Y dicho ésto dirigió a las vacas carretera
abajo siguiendo el rastro de sangre.
Algunos se
preguntaban cómo se las arreglaría el tío Fanio para cargar en el carro un chon
de casi trece arrobas. Y para salir de dudas lo siguieron solapadamente para no
herir su sensibilidad. A no más de doscientos metros, tras la curva, vieron
detenido el carro. El tío Fanio destrabó a la pareja uncida del carro y calzó
ésti bien calzau, ‘argallándolo’ después. Amarró una cuerda al yugo, pasóla por
encima del carro y, por detrás la amarró a las patas del chon, que, tal como
vaticinara el tío Fanio, ya había fallecido con tós los honores. Y a
continuación arreó a las vacas que en un periquete arrastraron al chon ‘cuesta
arriba por el carru argallau’, hasta tenerlo encima. Luego tó fue coser y cantar.
Bajar el cabezón hasta apoyarlo en el ‘rapaz’, volver a enganchar las vacas,
echar arriba el ‘cachu balaustrá’ y hacer la entrada triunfal en el pueblu,
orgulloso y circunspecto, saludando a tós pa hacerse notar debidamente y pa que
se fijaran, de pasu, en la hermosura de chon que traía en el carro.
No faltaron
algunos cometarios ‘con perdigón loberu’: -Pero Fanio, por Dios, ¡mira que
aprovecharte de que tós estamos en misa pa afanar un chon! Vaya pelaje que
estás descubriendo. ¡Quién lo iba a decir, hombre!
-El chon nos
lo vamos a comer yo y la Ción, así que no insistáis por esi caminu. Pero si
algunu viene por casa, está invitao a un pelotazu de orujo y así, de pasu,
veréis el morru que me pone la mencioná. Ya habrá visto la balaustrá rota. Que
Dios me pille confesau. Por suerte el chon está bien muertu y no podrá
testificar en contra mía. Ya no serán dos contra unu… gruñendo.
"La vejez quizá nos libre de la tiranía de algunas pasiones, pero no nos librará de echarlas de menos."
"La vejez quizá nos libre de la tiranía de algunas pasiones, pero no nos librará de echarlas de menos."
Manuel Alcántara